Algunas opiniones sobre el libro de Domingo F. Faílde, que se presentará en el próximo otoño

"... hay en su rebeldía imprescindible una gran dosis de imperturbabilidad, aquella ataraxía de los viejos filósofos estoicos, que nada esperaban"



Te has sumergido en mi libro con tanta inteligencia como denuedo y el resultado, para mí sumamente enriquecedor, ha sido una perfecta intelección del mismo, que ha generado –entre otras muchas cosas- más poesía, nueva literatura, nuevos árboles en el jardín de este Retrato de heterónimo, en el cual hube depositado bastante fe.
Tus juicios, aun pecando de generosidad, dan en el centro de la diana, constatando este pesimismo, sin duda más sombrío que de costumbre, deudor, por una parte, del inevitable inventario que, a cierta edad, es de rigor se haga, cuanto, por otra, de la lucidez: una mirada al mundo que se nos viene encima y otra al futuro propio, cada vez más escaso y más próximo al desenlace definitivo.
El saldo del balance, obvio es: el fracaso. Las perspectivas, nulas. Todo está consumado, en efecto, y todo está perdido. Et quod vides perisse perditum ducas, como dijo Catulo: da por perdido aquello que has visto perderse. He aquí la verdadera e inconfesable poética del libro: la desvergüenza, el desparpajo, el cinismo de un hombre que, a estas alturas, nada tiene que perder ni ganar.
Será tal vez por ello que, como bien apuntas, la amargura de la voz lírica transmite sosiego. No lo sabía, pero no me extraña, porque si no hay en estos versos resignación –sentimiento que odio y desprecio-, hay en su rebeldía imprescindible una gran dosis de imperturbabilidad, aquella ataraxía de los viejos filósofos estoicos, que nada esperaban. Y es que vivir es eso: marchar hacia delante y seguir caminando, a pesar de las cuchilladas, de modo que la muerte, cuando venga, haga, sin más, su trabajo.
Me pregunto si acaso sea ésta mi aportación a un tema, de los considerados eternos, rara vez abordado desde esta orilla agnóstica, con la pluma entintada de ironía.
Oh, sí, La senda oscura, que no es la de Fray Luis de León, acomodada a la áurea mediocritas de su autor, sino la mueca del ajusticiado, que mira con desdén a su verdugo y le espeta su último desprecio, con la altanería y superioridad que la conciencia de no esperar ninguna misericordia le confiere. He aquí mi potestad, la potestad del poeta y, tal vez, uno de los mayores atractivos del libro.
Sabes que soy incrédulo. Y, por serlo, descreo incluso de mi propia incredulidad. Por lúcido me tengo, no por sabio; pero, a falta del fuego sagrado, llevo en mis manos la perenne antorcha que me abre el camino del devenir. Sin ser vidente, veo, consecuencia del hábito de aprehender, analizar y, en fin, desvelar lo que celan las cosas. Esto, que dádiva parece de los dioses, constituye no obstante una fuente de sufrimiento, cuyo caudal no se agota nunca. La realidad posee una elocuencia admirable. Las cosas hablan, sí, nos hablan en su idioma y es preciso escucharlas, traducirlas y adecuar su discurso a nuestra propia cosmovisión. O al revés. He aquí lo que he llamado visión.

(Carta del autor a Francisco López Villarejo. 08.07.08)